Ya no había nadie a las puertas
de aquel cielo. Nadie que le dijese lo que estaba y no estaba bien, lo que era
o lo que dejaba de ser.
Hacía tiempo que había aprendido
la lección, que sabía de pé a pá cuál era exactamente toda su teoría, a pesar
de que nunca supo aplicarla.
Aquélla noche de insomnio se
asomó a la ventana, con el único objetivo de mirar los coches que pasaban
embalados por la carretera, sin prisa, sin frenar, sin importar si el semáforo
era verde o “verde oscuro”, porque nunca se paraban.
Aquélla noche de insomnio, aún no
sabe bien por qué, se acordó de él. Le veía cada mañana al llegar al gimnasio.
Dormía entre tres o cuatro mantas, y tenía sus más preciados tesoros al cobijo
de su almohada: un libro de Pablo Neruda, un cenicero, una radio y unos cascos,
tabaco de liar y una botella de Coca-Cola.
Cuando ella salía después de su
clase le encontraba barriendo su metro cuadrado, o volviendo de lavarse la cara
en el baño del instituto público que había a su espalda.
A menudo se atontaba mirándole
con disimulo, por el rabillo del ojo, mientras ataba su bici en aquéllos
hierros que él utilizaba para protegerse; y se preguntaba qué desgracia de tal
magnitud pudo sucederle para terminar allí, para terminar así.
Tras días y meses de encuentros y
miradas, y algún que otro “hasta luego”, se armó de valor para llevarle un par
de botellas de su bebida favorita, un pack de latas de atún y un paquete de pan
de molde que había ido a comprarle la tarde anterior.
Pero cuál fue su sorpresa cuando,
al llegar aquélla mañana en que el aire ya era fresco, él no ocupaba su metro
cuadrado de asfalto, sus cosas no estaban, sus mantas… tampoco.
Pasaron los meses de invierno y
de frío y le recordó cada mañana al atar allí su bici, preguntándose a sí misma
qué habría sido de aquél anciano guardián de tesoros. Habría encontrado una
vida mejor? Le habrían agredido? Habría muerto? Se habría mudado? …
Algunas de las posibilidades le
desgarraban el alma y otras, sin embargo, la hacían sonreír.
Y cada día tenía la esperanza de
que, con la llegada del buen tiempo, él volviese allí a dormir, y comprobar que
estaba sano y salvo, y atreverse a preguntarle por su historia, y llevarle el
pan de molde, el atún y la coca cola que volvería a comprarle la tarde anterior
para alegrar su mañana.
Y cada día tenía la esperanza de
que, con la llegada del buen tiempo, él cruzase su mirada con ella entre la
gente, camuflado entre la muchedumbre, vestido con ropa y no harapos y cargado
con algo que no fuesen sus mantas… porque en el fondo, ella sólo deseaba que él
hubiese pasado a “mejor vida”… que hubiese dormido en una cama.
Mientras tanto suena "Las Noches de Insomnio", Niños Mutantes.
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