Había llegado temprano.
Esa mañana tenía cosas que hacer y madrugué más de la cuenta. Subí al coche, aparqué a la primera, y me sobró tiempo para pasar por el bar de enfrente a por un café para llevar.
Cuando entré en clase, ella ya estaba allí, sola, a oscuras, con las persianas bajadas (como de costumbre) y las luces apagadas.
-Buenos días. Llegas temprano. ¿Olvidaste que suspendimos la clase de primera hora? Me dijo.
-No. Apenas he encontrado tráfico y he aparcado a la primera. Y tú? Qué haces aquí? ¿Tan sola y a oscuras?
-Nada. No podía estar en casa. No he dormido nada esta noche y las paredes de mi cuarto se me echaban encima.
-Qué ha pasado? Pregunté. Puedes contármelo si quieres.
Y se desahogó escupiendo con todas sus ganas que su novio le había dejado. Así, sin más, sin explicación alguna, de la noche a la mañana, y de la peor manera que pudo hacerlo: a través de un whatsapp.
Tres años de relación que terminan con un whatsapp. A veces la realidad supera la ficción. ¿Dónde quedaron las conversaciones de horas y horas, cara a cara? ¿Los gestos de vergüenza y tonteo del principio en vivo y en directo? ¿Las carcajadas en voz alta y los besos de verdad?
Él, igual que sabía sustituir los besos y abrazos por X.O.X.O e iconos graciosos de colores, había aprendido cómo decir adiós estando ya lejos.
Estaba dolida. Tenía 18 años y era la primera vez que le rompían el corazón, y, para más inri, lo hacían de esa manera.
Lloraba desconsolada porque no sabía qué sería de su vida. Pensaba que ya no podría estudiar, que le iría mal la Selectividad, que nadie en el mundo la querría como él...
Le habían enseñado a escribir con todas las tipografías posibles su nombre sobre estuches y carpetas, sobre mesas y paredes, y ahora él, la dejaba colgada.
Hablamos durante la hora y media que faltaba hasta su siguiente clase, y no dejó de llorar hasta los diez últimos minutos. Y es que, en esos diez últimos minutos pareció aprender la lección que durante tanto rato yo había estado intentando explicarle...
Nadie le enseñó a escribir, nadie le enseñó a leer cuando se trataba del lenguaje del corazón. Tuvo que aprender sola, y aprendió mal: donde ella siempre pensó que escribía "Oxígeno", simplemente ponía "Hugo", y sin Hugo se podía vivir y respirar... y había más Hugos en el mundo.
Y como te prometí, aquí tienes tu relato, para que nunca olvides que ya sabes leer; que ya sabes escribir... Y que tu corazón... te durará toda la vida...
por muchos "Hugos" que lo intenten romper.
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